lunes, 7 de marzo de 2011

VII SEMANA DE MUJER Y SOCIEDAD
El siglo XX, en el que nacimos todas las personas que nos encontramos hoy aquí, se conoce como el siglo de las revoluciones. Cuando pensamos en una revolución la cabeza se nos llena de imágenes de gente gritando, llevando banderas, de imágenes de furia y de muerte.  Pero de todas las revoluciones del pasado siglo, aquellas que transformaron mucho más que un país, las que  cambiaron el mundo, se hicieron sin ruido. Por ejemplo la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hizo falta una guerra mundial y millones de muertos para que la humanidad reflexionara y decidiera algo tan simple como que todos los países debían unirse para lograr que el mundo fuera un lugar en el que los seres humanos viviéramos “liberados del temor y de la miseria”,  promoviendo “mediante la enseñanza y la educación el respeto a estos derechos” que son los de toda persona “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.  Qué bien suenan estas palabras cincuenta y tres años después. Y cuanto camino queda por recorrer. Millones de personas no saben aún que somos iguales, no saben que tienen derecho a que se las trate con respeto, a que se las eduque, a que se tenga en cuenta su opinión. Pero de todos los marginados, de todos los refugiados que viven sin techo, de todos los que viven en la miseria más absoluta, de todas las víctimas de los terremotos y catástrofes,  quienes más sufren, quienes más trabajan, quienes pagan la miseria recibiendo golpes, mutilaciones, abusos, castigos, esclavitud, son las mujeres y las niñas. La mujeres son, según la ONU,  el último escalón de la marginación. Ser mujer en el 78% del planeta es estar condenada, es nacer esclava. Cuando hoy hablamos de lo que hemos conseguido en relación a la igualdad no hay que olvidarlo.
Pero no fue esta la única revolución que cambió el mundo. La otra gran revolución silenciosa del pasado siglo, sin ruido, sin armas, sin banderas, ha sido la del feminismo, la de  las mujeres. Ha sido un siglo de trabajo muy duro para abrirnos los ojos a los hombres, para decirnos: “¡Eh!  Estoy aquí, trabajo como tú, estudio como tú, siento como tú, sueño como tú, estoy cansada como tú ¿Por qué crees que no soy como tú? ¿Por qué crees que puedes gritarme, mandarme, pagarme menos, no escuchar mis opiniones, no valorar lo que hago, insultarme, dejarme al cargo de los ancianos, de los enfermos, de los niños? ¿Sólo valgo para ti si soy mona, guapa, sexy, tonta?”  A veces lo dicen a gritos, pero muchas veces lo gritan sin abrir la boca. Las mujeres han luchado mucho, pero hay que seguir luchando. Tal vez ahora sea el momento de que los hombres también entren en esta revolución, de que dejen de ver natural que sea siempre la misma persona la que lave, tienda, planche, cocine, o esté pendiente de los demás, tal vez ahora es el momento de que se pongan en su lugar. Esa es la clave. Ponerse en su lugar. Si los hombres vivieran la realidad de las mujeres solo un mes, serían ellos quienes encabezarían la revolución. Y sería ruidosa.
Decía Julio Cortázar que no hay revolución digna de ese nombre que no lleve a la alegría. Yo os aseguro que si todas y todos consiguiéramos sentir esta revolución como algo imprescindible, si lográramos empujar  en la misma dirección para poder vivir realmente como iguales, este mundo sería el reino de la alegría. Este mundo sería una fiesta.   


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